En estos tiempos de globalización, que permite recurrir a la más amplia bibliografía de toda la historia de la humanidad, Internet, intentar definir cualquier término de origen y uso político es una auténtica aventura. Todos se creen con el derecho de expresar su opinión y se termina no reconociendo el término que se quería definir ni el sentido del mismo.
Si nos atenemos a lo estrictamente histórico, el populismo aparece en la República Romana de mano de aquellos políticos que se enfrentan a las clases dirigentes aristocráticas para conseguir el apoyo de los proletarii y propiciar una política que hoy calificaríamos de izquierdista: reparto de tierras, subvenciones a los alimentos, fijación de precios máximos, defensa de los intereses populares, etc. Los hermanos Graco, el general Cayo Mario, Publio Clodio y principalmente Julio César, fueron sus cabezas más visibles y los primeros a los que se calificó de populistas de forma despreciativa y humillante; “los que están con el populacho”, decía Cicerón de ellos.
Y, desde este primer uso del término, populismo siempre fue un calificativo político despectivo y empleado tanto para rotular a movimientos de derecha como de izquierda, en un tótum revolútum que puede llegar a equiparar, por ejemplo, el fascismo mussoliniano con los movimientos de liberación latinoamericanos.
Deben distinguirse, dentro de la confusión, varios usos diferenciados del término y que dependerá, fundamentalmente, de la orientación ideológica de quienes lo emplean. Pero tienen una impronta común: la invocación constante al pueblo como fuente del poder; pero también es importante recalcar la recalcitrante oposición, de algunos de ellos, a las estructuras tradicionales de poder (tanto del estado como las institucionales), unida a la denuncia de la corrupción. En la mayoría de los casos, la defensa de estos valores lleva a sus adversarios a equiparar populismo a demagogia.
Aunque tanto Europa como los Estados Unidos han visto en muchos momentos de sus historias la aparición de movimientos que pueden considerarse claramente populistas, hoy el calificativo está más bien destinado a movimientos políticos latinoamericanos: desde el peronismo argentino, posiblemente el movimiento de mayor trascendencia en el tiempo y el espacio, que desde 1946 a la fecha sigue dominando, de una manera u otra, la política del país, citando el Brasil de Getulio Vargas o la Honduras de Jacobo Arbens, pasando por los primeros años del APRA peruano, hasta desembocar en el actual desarrollo de movimientos como el chavismo venezolano, con todas sus secuelas, Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia.
Pero también han sido movimientos populistas, el fascismo italiano, el nazismo de Hitler o el franquismo español. Y hoy día no se debe dudar de calificar como populistas gobiernos desarrollados por muchos partidos europeos de derecha, con el Partido Popular español o las fantochadas del Popolo de la Libertà del cabalieri a la cabeza. Se amparan en la supuesta defensa de los valores populares pero sin optar por acciones que destruyan el sistema capitalista que los sustenta y es el origen de la mayoría de los males que, precisamente, sufren los sectores populares.
Por eso, se debe tener mucho cuidado de utilizar alegremente el término populista que, tan históricamente manoseado, se ha convertido en un insulto a quienes se les aplica. Quizás convenga volver al origen del término, al latín popularii, la defensa de los valores que el pueblo exigía a sus gobernantes y no el uso por parte de los sectores de poder del pueblo.